Última modificación el 23 sep 2013, a las 11:52

Agua corriente en Argentina

Agua corriente en Argentina

Antecedentes

El Palacio San José, residencia de Justo José de Urquiza ubicada en el Departamento Uruguay de Entre Ríos, contaba con un sistema de distribución de agua de notable tecnología para su época. Gracias al mismo, el agua potable era extraída por bombeo mecánico de los pozos y almacenada en un voluminoso tanque de reserva. Por diferencia de nivel, el agua circulaba con la presión suficiente para alcanzar cada uno de los cuartos de la residencia en donde su presencia era requerida.

Por otra parte, el agua de lluvia era recolectada mediante rejillas las cuales se conectaban a través de una red con distintos pozos de acumulación. Este líquido era utilizado para el riego de los amplios jardines y la limpieza del palacio. Dichos adelantos técnicos, inéditos para 1850, fueron aplicados quince años más tarde en la moderna ciudad de Buenos Aires. Urquiza había importado desde Francia todos los accesorios y cañerías para materializar este innovador sistema de circulación de agua en su residencia.

Cuenta la historia que el por entonces Presidente de la Nación, Don Domingo Faustino Sarmiento, recibió el convite de Urquiza para que lo visitase en su residencia y allí tratar temas de importancia para ambos. Sarmiento, con la acidez e ironía con la que teñía sus comentarios, expresó que aceptaba la invitación del caudillo para visitarlo en su “rancho de la provincia de Entre Ríos”. Enterado Urquiza del comentario mandó a instalar en la habitación de huéspedes donde se alojaría Sarmiento una canilla, capaz de abastecer de agua al ilustre visitante sin que tenga la necesidad de abandonar su cuarto. Al arribar el sanjuanino al lugar y ver este novedoso sistema funcionando comentó, rendido ante la contundencia del avance: “Ahora sí me siento un presidente”.

Fuentes

Ciudad de Buenos Aires

Hasta la década de 1820, la provisión de agua potable de la ciudad de Buenos Aires era bastante lamentable, a pesar de su ubicación a orillas del gran río. El agua de la primera napa era barrosa y salobre, y recién en 1822, el ingeniero inglés Bevans, traído al país por Rivadavia para encarar la construcción del puerto de Buenos Aires, intentó la perforación de un pozo profundo, que fracasó por razones técnicas. La idea de perforar pozos artesianos recién fue retomada treinta años más tarde. En la campaña, los caminos de las carretas se extendían entre un jagüel y el siguiente, pozos que acumulaban el agua de lluvia y que también eran conocidos y empleados por los indios. También había pozas de agua salobre, generalmente inapta para el consumo de humanos y animales; las expediciones estaban jalonadas por el conocimiento de tales oasis, y las regiones en las cuales no las había eran conocidas como “travesías”, la más célebre de las cuales —entre San Luis y Mendoza— era la conocida con ese término por antonomasia.Había pozos o jagüeles de diferentes tipos. Algunos eran pozos provistos de sistemas primitivos de extracción, como la “cigüeña”, una simple palanca que ayudaba a extraer el balde o la manga; otros eran tajamares, donde el ganado podía abrevar directamente; otros, combinaban el pozo con perforaciones más hondas, con la intención de llegar a napas más profundas y de aguas más puras. Había poceros que cavaban a pala pozos de hasta 160 metros de profundidad, de no más de un par de metros de diámetro, en el fondo de los cuales hasta escaseaba el oxígeno para los trabajadores, que debían trabajar en un terrible enclaustramiento. De estos pozos, se extraía el agua mediante caballos que tiraban de cualquiera de los tipos de balde o manga a que ya hemos hecho referencia.Otro tipo de jagüel o aguada eran piletones de un par de cientos de metros en cuadro y de hasta dos metros de profundidad, que servían para acumular aguas de lluvia, luego de que su fondo fuese más o menos impermeabilizado por pisoteo de la misma hacienda que compactaba la tierra. Estos embalses eran conocidos como “tajamares”, aunque esa palabra en realidad solamente designase los taludes de tierra que los cerraban. En algunas partes, el gobierno se encargaba de la Hasta la década de 1820, la provisión de agua potable de la ciudad de Buenos Aires era bastante lamentable, a pesar de su ubicación a orillas del gran río. El agua de la primera napa era barrosa y salobre, y recién en 1822, el ingeniero inglés Bevans, traído al país por Rivadavia para encarar la construcción del puerto de Buenos Aires, intentó la perforación de un pozo profundo, que fracasó por razones técnicas. La idea de perforar pozos artesianos recién fue retomada treinta años más tarde. En la campaña, los caminos de las carretas se extendían entre un jagüel y el siguiente, pozos que acumulaban el agua de lluvia y que también eran conocidos y empleados por los indios. También había pozas de agua salobre, generalmente inapta para el consumo de humanos y animales; las expediciones estaban jalonadas por el conocimiento de tales oasis, y las regiones en las cuales no las había eran conocidas como “travesías”, la más célebre de las cuales —entre San Luis y Mendoza— era la conocida con ese término por antonomasia.Había pozos o jagüeles de diferentes tipos. Algunos eran pozos provistos de sistemas primitivos de extracción, como la “cigüeña”, una simple palanca que ayudaba a extraer el balde o la manga; otros eran tajamares, donde el ganado podía abrevar directamente; otros, combinaban el pozo con perforaciones más hondas, con la intención de llegar a napas más profundas y de aguas más puras. Había poceros que cavaban a pala pozos de hasta 160 metros de profundidad, de no más de un par de metros de diámetro, en el fondo de los cuales hasta escaseaba el oxígeno para los trabajadores, que debían trabajar en un terrible enclaustramiento. De estos pozos, se extraía el agua mediante caballos que tiraban de cualquiera de los tipos de balde o manga a que ya hemos hecho referencia.Otro tipo de jagüel o aguada eran piletones de un par de cientos de metros en cuadro y de hasta dos metros de profundidad, que servían para acumular aguas de lluvia, luego de que su fondo fuese más o menos impermeabilizado por pisoteo de la misma hacienda que compactaba la tierra. Estos embalses eran conocidos como “tajamares”, aunque esa palabra en realidad solamente designase los taludes de tierra que los cerraban. En algunas partes, el gobierno se encargaba de la Hasta la década de 1820, la provisión de agua potable de la ciudad de Buenos Aires era bastante lamentable, a pesar de su ubicación a orillas del gran río. El agua de la primera napa era barrosa y salobre, y recién en 1822, el ingeniero inglés Bevans, traído al país por Rivadavia para encarar la construcción del puerto de Buenos Aires, intentó la perforación de un pozo profundo, que fracasó por razones técnicas. La idea de perforar pozos artesianos recién fue retomada treinta años más tarde. En la campaña, los caminos de las carretas se extendían entre un jagüel y el siguiente, pozos que acumulaban el agua de lluvia y que también eran conocidos y empleados por los indios. También había pozas de agua salobre, generalmente inapta para el consumo de humanos y animales; las expediciones estaban jalonadas por el conocimiento de tales oasis, y las regiones en las cuales no las había eran conocidas como “travesías”, la más célebre de las cuales —entre San Luis y Mendoza— era la conocida con ese término por antonomasia.Había pozos o jagüeles de diferentes tipos. Algunos eran pozos provistos de sistemas primitivos de extracción, como la “cigüeña”, una simple palanca que ayudaba a extraer el balde o la manga; otros eran tajamares, donde el ganado podía abrevar directamente; otros, combinaban el pozo con perforaciones más hondas, con la intención de llegar a napas más profundas y de aguas más puras. Había poceros que cavaban a pala pozos de hasta 160 metros de profundidad, de no más de un par de metros de diámetro, en el fondo de los cuales hasta escaseaba el oxígeno para los trabajadores, que debían trabajar en un terrible enclaustramiento. De estos pozos, se extraía el agua mediante caballos que tiraban de cualquiera de los tipos de balde o manga a que ya hemos hecho referencia.Otro tipo de jagüel o aguada eran piletones de un par de cientos de metros en cuadro y de hasta dos metros de profundidad, que servían para acumular aguas de lluvia, luego de que su fondo fuese más o menos impermeabilizado por pisoteo de la misma hacienda que compactaba la tierra. Estos embalses eran conocidos como “tajamares”, aunque esa palabra en realidad solamente designase los taludes de tierra que los cerraban. En algunas partes, el gobierno se encargaba de la construcción de tales represas, que entonces eran de uso comunitario. En la medida de lo posible, estas instalaciones se cercaban, para regular el acceso y para impedir su contaminación.La búsqueda de los mejores lugares para proveerse de agua dio lugar a la profesión del “baldero”, que tenía cualidades intuitivas semejantes a las del rabdomante. Observando las características de la y su vegetación, encontraba los lugares más aptos para encontrar agua a poca profundidad. Una técnica auxiliar de esta búsqueda consistía en limpiar un trozo de terreno y dejarlo cubierto con un cuero durante una noche. La presencia de gotas de condensación sobre la improvisada membrana denotaba la cercana presencia de agua.En 1862 se retoma la idea originada en la época de Rivadavia, de perforar pozos artesianos, es decir, pozos de los cuales el agua mana por la propia presión a la que está sometida la napa profunda de la que proviene. Para ello se necesitan instrumentos y maquinarias especiales que Adolfo Sourdeaux hizo traer de Francia. Esta vez el emprendimiento tuvo éxito: se encontró agua surgente, a profundidades del orden de 90 a 180 varas, a ambos lados del Riachuelo.A pesar de este primer éxito, y de la recomendación de seguir en esa línea hecha por la Sociedad Cientíca Argentina, creada en 1872, el tema vuelve a caer en el olvido hasta los años 1880, cuando es retomado en el interior. En San Luis, previa la sanción de una ley nacional en 1883, se encuentra agua a 600 metros. Resulta sorprendente que para perforar cuatro pozos se requiriese de una ley nacional...Paralelamente a la búsqueda de agua subterránea, progresan también, aunque muy lentamente, los métodos usados para extraerla. Así es como en la década de 1860 alguien promociona una máquina para tal aunque, tal como ocurriera años atrás con la misteriosa propuesta del señor Chilavert, ahora también se ofrecen soluciones milagrosas al arduo problema, soluciones que nadie alcanzaba a ver. En la de Patentes, creada en 1855, en 1861 alguien trató de patentar una rueda hidráulica movida por el viento, pero no describe su invento. En 1866 cierto señor Ezcurra, un pariente de Rosas, quiso vender al Estado unos aparatos que llevaban los misteriosos nombres de idrosinfín y conohídrico, que prometía develar solo si se le pagaba por anticipado cierta suma que nadie quiso poner a libro cerrado, así que una vez más nos quedamos sin saber de qué se trataba. En esa época también se promocionan diversas máquinas realmente existentes, cuyas propiedades fueron comentadas con entusiasmo por la prensa, y que llevan nombres tales como “El Torno Argentino” (1858); unos años después, en la Exposición Nacional de Córdoba de 1871, fue premiada “La Argentina”, que era una noria movida a sangre; “La Bonaerense” (1874), un sencillo balde volcador, fue seguido en 1876 por “La Bonaerense de Doble Efecto”, que compite con una noria pomposamente llamada “La Salvación del Campo”, una noria o malacate que movía una rueda de canjilones. En la misma época las invenciones se multiplican: “La Bomba de la Pampa”, seguida por “La Bomba de las Estancias” y “La Industria” son los nombres de diversos ingenios que se proponen como la solución de lo que, evidentemente, era un problema serio para el campo, que en esos años evolucionaba rápidamente. Una de las características que era frecuentemente destacada en estos aparatos era su sencillez y su solidez, ya que faltaba la mano de obra especializada en su mantenimiento así como un razonablemente fácil acceso a repuestos que pudieran necesitarse.

(...)

Las obras para la provisión de agua corriente a Buenos Aires se iniciaron en 1869, mediante la instalación de una cañería de hierro colado de escaso diámetro pero que se adentraba unos 600 m en el río y bombeaba agua hacia unos depósitos situados en la ubicación del actual Museo de Bellas Artes. El agua era sometida a un por bancos de arena, y Buenos Aires fue la primera ciudad de toda América (incluidos los Estados Unidos) que tuvo ese servicio. La calidad de esta agua era probablemente bastante dudosa, ya que, en 1872 se supeditó la instalación de nuevas conexiones a esa red a la solución aún pendiente, de la disposición de las aguas servidas y los desagües pluviales. Poco antes se habían producido las epidemias de cólera de 1869 y de amarilla de 1871. Las obras recomenzaron en 1873 a cargo de una empresa inglesa y prosiguieron hasta 1877, cuando se suspendieron por dicultades políticas y nancieras. En ese lapso, se construyeron en hormigón la parte subterránea de la cañería (túnel) de toma de agua, una casa de bombas y dos depósitos de sedimentación. Estas obras se retomaron en 1883.

Fuentes

  • Buch, Tomás & Solivérez, Carlos E.; De los quipus a los satélites: historia de la tecnología en la Argentina; Edit. Universidad Nacional de Quilmes; Bernal (pcia. de Buenos Aires); 2011; ISBN 9789875582378 (BuchSolivérez QS); pp. 267‑268.