Plan de Convertibilidad
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El Plan de Convertibilidad, también llamado el 1 a 1, designa al conjunto de medidas económicas tomadas por el entonces ministro de Economía Domingo Cavallo el 1º de abril de 1991, durante la presidencia de Carlos Saúl Menem. La principal medida, origen del nombre, fue la la fijación del valor de 1 peso en 1 dólar estadounidense, que se mantuvo invariable durante toda la duración del plan.
Rasgos centrales
El Plan de Convertibilidad surgió en el contexto de la dificultad de contener el proceso inflacionario iniciado en 1989, que continuó durante todo el primer año de la gestión Menem y hasta comienzos de 1991.
La principales medidas tomadas fueron las siguientes:
- El Banco Central debía respaldar la totalidad de la base monetaria con reservas internacionales, mayoritariamente dólares estadounidenses.
- Fijación del tipo de cambio en $ 1 = USD 1.
- Desregulación de la actividades económicas privadas, privatización de empresas del Estado.
- Ajuste del gasto (desmantelamiento del Estado Benefactor según los lineamientos del Consenso de Washington).
- Apertura indiscriminada de las importaciones.
- Reestructuraciónde la deuda externa, pospuesta con altos intereses e incrementos de capital con planes como el Brady.
El plan, que se llevó a cabo en medio de una fuerte disputa de poder político y económico entre diferentes sectores hegemónicos, se prolongó más de diez años ya que fue continuado por el siguiente presidente, el radical Fernando de la Rúa. Su consecuencia final fue la catástrofe económica y política de diciembre de 2001, cuando se produjo la renuncia de de la Rúa, en medio de manifestaciones, saqueos y matanzas policiales.
Consecuencias principales
En 1990 el 10% más rico de la población tenía ingresos 15 veces superiores al del 10% más pobre; en 1999 el factor había aumentado a 24 y después fue aún mayor. En 1975 el porcentaje de la población incapaz de satisfacer de modo mínimo la totalidad de sus necesidades básicas (técnicamente denominados “los pobres”) era el 5%; en 2001 fue el 35%. En 1975 el porcentaje de la población con ingresos insuficientes para satisfacer al mínimo sólo sus necesidades alimentarias (técnicamente denominados “los indigentes”, los que están en inminente riesgo de muerte por inanición) era el 2%; en 2001 llegó al 12%. El salario real disminuyó durante el período alrededor del 40%. La productividad industrial (la relación entre la cantidad de producto fabricado y su costo en mano de obra) aumentó alrededor del 40%, hecho aparentemente virtuoso. La mejora de productividad no provino de una mayor eficiencia del trabajo obrero, sino del recorte de sus salarios, de las horas extras impagas y del reemplazo de mano de obra por maquinarias. La única virtud del aumento de productividad, la baja de precios, no se dió. En esas condiciones era imposible la subsistencia de una industria que hasta entonces estaba mayoritariamente orientada a un mercado interno cuyo poder adquisitivo se esfumaba rápidamente.
Hubo un masivo y acelerado proceso de redistribución de actividades. Desapareció una enorme cantidad de pequeñas empresas de alta ocupación de mano de obra y aumentó el tamaño de los grandes concentrados industriales de menor ocupación de mano de obra, fenómeno que en el expendio de alimentos se expresó por la proliferación de supermercados. Las empresas oligopólicas, cuyas prácticas no fueron casi controladas por los gobiernos, duplicaron su participación en el producto bruto industrial. Disminuyó grandemente la variedad de las manufacturas argentinas y la producción se volcó a productos exportables de escaso nivel de elaboración y bajo valor agregado. La industria textil y la metal-mecánica liviana, grandes demandantes de mano de obra, fueron las que más se redujeron. La producción industrial se concentró: en 2001 el 2% de las mayores empresas (extracción de petróleo, siderurgia, petroquímica, cemento y alimentos) generaba el 60% del valor de producción y las más altas tasas de ganancias. En 1998 el 47% de las 322 mayores empresas del país estaban controladas por capitales extranjeros. Estas empresas “extranjeras” generaban el 61% de la producción industrial, el 66% de las exportaciones y el 73% de las importaciones y recaudaban el 70% de las ganancias. Aportaban el 48% de la ocupación de mano de obra y sólo el 17% del saldo positivo de la balanza comercial, dato este último indicativo de la intensa remisión de ganancias al exterior.
En la época del peso barato los inversores extranjeros no crearon nuevas industrias, compraron las existentes. Se arrendaron o vendieron los más valiosos bienes del Estado a una fracción de su valor real, alegando disminuir una deuda externa que pasó de 7.900 millones de dólares en 1975, a 150.000 millones de dólares en 2001. Se privatizó una de las más grandes empresas mundiales del rubro petrolífero, Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), que había hecho la mayor parte de la exploración de cuencas y la más grande red nacional de surtidores de nafta, viabilizando en su época el transporte automotor hasta en el último rincón del territorio. Se alegaba la incapacidad del Estado de administrar bien empresas y la falta de recursos para actualizar su infraestructura, pero no fue necesariamente así. Mientras la telefónica estatal ENTEL no había actualizado sus tecnologías ni satisfecho las enormes demandas de conexiones, Gas del Estado había canalizado con grandes gasoductos el gas hasta entonces desperdiciado de los yacimientos. El gasoducto Comodoro Rivadavia - Buenos Aires fue en su momento el más largo del mundo, superando barreras tecnológicas que grandes países productores de petróleo consideraron entonces insalvables. El déficit de YPF se debió a los valores subsidiados de las naftas, valores que se actualizaron justo antes de su privatización. Entre 1998 y 2000 Repsol-YPF extrajo el barril de petróleo argentino a un costo inferior a 3 dólares y lo vendió al precio internacional de 20 a 30 dólares. La mayoría de las empresas privatizadas hicieron sólo, y a veces ni siquiera, las inversiones indispensables para el mantenimiento de sus servicios y frecuentemente no pagaron sus cánones. Entre 1993 y 2001 la tasa anual promedio de ganancias de las empresas privatizadas —que gozaron del insólito privilegio de reajustar sus tarifas por la inflación de EE. UU.— fue del 10%, mientras que la del resto de las empresas fue del 1%. Al igual que en la época la conquista, los nativos entregamos oro y recibimos espejitos de colores.
La ganadería se hizo comparativamente menos rentable y su producción disminuyó a pesar de los nuevos mercados abiertos por la crisis europea de la vaca loca y la erradicación nacional de la aftosa. El 80% de los productores de algodón del Chaco y Formosa eran minifundistas sin capital ni actualización tecnológica, y aunque el reemplazo de los braceros por cosechadoras mecánicas bajó a menos de la mitad el costo de recolección, su producción de algodón disminuyó de 130.000 toneladas en 1990 a 80.000 toneladas en 1999. La labor de las cooperativas se vió casi imposibilitada por las altísimas tasas de interés de créditos que eran “salvavidas de plomo”.
Se “primarizó” y extranjerizó la industria, logrando una mayor inserción en el esquema internacional de división del trabajo, donde al Tercer Mundo le toca proveer productos primarios y mano de obra barata y costear su deterioro social y ambiental. Se exportaron los alimentos que le faltaban a los más pobres, y se importaron abundantes productos (como los electrónicos de última generación) para los más ricos, algunos de ellos sin pagar siquiera derechos de aduana (como el whisky y las joyas). La cuantiosa inversión tecnológica hecha durante el período por la industria concentrada y los productores de soja no mejoró la satisfacción de las necesidades básicas de las mayorías, enriqueció mucho a unas pocas empresas, la mayoría extranjeras, a costa del resto del país.