Clientelismo

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El clientelismo, a veces especificado como clientelismo político, es una relación de dependencia de votantes respecto de dirigentes políticos.


Origen y naturaleza

Los valores morales son como los postulados matemáticos, se ponen o no en juego. No pueden imponerse, pero deberían explicitarse. No tienen fundamentación previa (las religiones los formulan como una “ley natural”), pero sus consecuencias deben analizarse racionalmente. A diferencia de los postulados matemáticos —que son siempre aplicables en pie de igualdad— los valores tienen abstrusas prioridades donde algunos priman sobre otros, formando complejos sistemas reguladores de nuestras acciones. La justicia social es un valor, permanentemente declamado por todos los políticos pero rara vez llevado a la práctica. Su rasgo central es la innata igualdad de derechos de todos los miembros de una sociedad, independientemente de su linaje, bienes, poder y destrezas. La consecuencia central de la justicia social debería ser la garantía de que cualquier persona tenga lo imprescindible para el cabal desarrollo de su vida: alimentación, vestimenta, vivienda, seguridad personal, salud, participación social, comprensión del mundo. La justicia social no garantiza ni excluye la prosperidad o el lujo, en tanto no atenten contra su objetivo central de nivelar las oportunidades iniciales de todos los miembros de la sociedad. Todos sabemos que no vivimos en una sociedad con justicia social. Los pobres, los que no alcanzan a cubrir sus necesidades económicas básicas de alimentación, vestimenta, vivienda y salud, constituyen (según las encuestas) cerca del 40% de la población. Los indigentes, los que no alcanzan siquiera a saciar su hambre (porción de la población de difícil acceso para los encuestadores) constituyen aproximadamente el 20% de la población de Argentina, país que produce suficientes alimentos para una población el triple que la propia. Para los que priorizan la justicia social una de las funciones principales del estado (la comunidad nacional organizada) es proveer la ayuda necesaria para terminar con esta situación, es decir, promover el estado general de bienestar, el “welfare state”. En tal caso la discusión debe versar exclusivamente (ya que no se cuestiona la necesidad de la justicia social) sobre cuáles son los medios más idóneos para brindar al mayor número de pobres la máxima ayuda posible. Allí es donde se desnudan algunos de los principales problemas argentinos, pasados y presentes. El supuesto relevamiento (que por supuesto no es tal) de la pobreza ha sido en Argentina tradicionalmente encomendado a los referentes barriales de los diferentes partidos políticos, los usualmente denominados “punteros”. Estos referentes supuestamente conocen a las personas del barrio, sus ingresos (que en sociedades capitalistas como la nuestra son el medio indispensable para la satisfacción de las necesidades básicas) y sus más graves problemas. Estos referentes, frecuentemente (pero no sabemos qué porcentaje de las veces) bien intencionados, deben también ayudar a satisfacer la principal necesidad de los políticos: obtener votos. Es por esta razón que la gran transferencia de recursos se produce, queja habitual de los ciudadanos en general, en tiempos electorales. Una vez individualizados los potenciales receptores, buena parte de la ayuda personal (no las obras barriales que serán anunciadas y ojalá inauguradas por el intendente, gobernador o presidente, según el monto de la inversión) es canalizada a través de los mismos referentes, ignorándose también qué porcentaje es “retenido” por ellos. Los dejados fuera del sistema, el porcentaje de la ayuda que “se pierde” en el camino, la continuidad de la misma y la razón de este supuesto medio de promover la justicia social merecen análisis detallado. Empezaré por el último punto. La lógica subyacente en estas operaciones se basa en una peculiaridad cultural argentina (probablemente también latinoamericana, española e italiana, es decir, latina): la importancia que se asigna a los vínculos personales, sean igualitarios de amistad o asimétricos de dominación - dependencia (padrino – ahijado, protector – protegido, político – cliente). Las relaciones de clientela que aquí nos interesan no son un invento argentino, ni siquiera español, se remontan a los finales del Imperio Romano y fueron el cemento principal de la sociedad feudal que surgió después de su desintegración. La precariedad e inseguridad de la vida de la mayoría de las personas de esa época sólo podía reducirse a niveles tolerables mediante arreglos privados de intercambio de servicios personales por la protección de un patrón poderoso, relación denominada de “clientela” (del latín “cluere”, acatar u obedecer). Esta relación, que mirada desde un punto de vista benigno puede ser considerada como filantrópica, en la práctica somete al cliente a los designios del patrón, a quien económicamente (en el caso actual, políticamente) conviene que la dependencia nunca termine. Se trata, pues, de una relación típicamente feudal que tiende a profundizar la desigualdad social, no a eliminarla. Uno de los logros principales de las sociedades democráticas fue justa y precisamente la condena (ya que no la eliminación) de estos vínculos de dependencia, la afirmación teórica de que todos los seres humanos, por el sólo hecho de serlo, tienen los mismos derechos básicos. La práctica democrática eficaz debe ir bastante más allá, requiere proteger a los más débiles de los más poderosos, sin condicionamientos ni contraprestaciones. Desde el punto de vista del estado de bienestar es, pues, requisito que la ayuda a los pobres (eufemísticamente denominados carenciados, sin especificar de qué) no esté condicionada ni retaceada. Es importante señalar aquí que si bien en toda relación hay dos partes (y por lo tanto presunto consentimiento mutuo), no son comparables las situaciones del débil y del poderoso. Con contadas y heroicas excepciones, el valor máximo de cualquier persona es su vida y la de sus familiares. Cuando esta supervivencia se pone en juego (y no necesariamente la desidia o la deshonestidad como quieren hacernos creer algunos) es comprensible que se consideran válidos medios que en mejores circunstancias no lo serían. En sociedades intrínsecamente injustas como la nuestra la relación clientelar puede ser el único medio percibido (aunque con seguridad no el único existente) como potencialmente capaz de resolver los problemas más graves de una persona desposeída. La relación de clientela requiere tanto el ocultamiento de los verdaderos mecanismos de otorgamiento de la ayuda social, como la arbitraria selección de sus beneficiarios. Si hubiera “transparencia” —como metafóricamente se denomina en la jerga popular a la completa y libre disponibilidad de información— los necesitados de ayuda sabrían de su derecho a recibirla y de los requisitos (idénticos para todos) para su obtención. Los referentes barriales y políticos dejarían entonces de ser los mediadores ineludibles para la recepción de los beneficios. Uno de los medios para lograrlo sería un empadronamiento responsable de los pobres hecho por personal idóneo e independiente de los partidos políticos, es decir con cargos estables (no contratos temporarios arbitrariamente renovados o no) ganados en concursos “transparentes”. Este mecanismo es el usado por los países industrializados bajo el nombre genérico de seguro de trabajo, donde incluye la entrega de información sobre empleos adecuados a las habilidades, aunque generalmente no de capacitación (es decir, de mejora de esas habilidades). Otra propuesta, más ambiciosa y que no ha recibido la detallada difusión que merece, es la asignación a todos los ciudadanos de una prestación básica universal equivalente a un salario mínimo vital (suficiente para cubrir todas las necesidades básicas) y móvil (reajustado en base a la inflación). Parece a primera vista absurdo pagarles a los ricos, pero si (y es un gran “si”) los impuestos fueran progresivos, aplicados y cobrados a todos los ingresos por encima de la prestación básica universal (no sobre los productos necesarios para la satisfacción de las necesidades básicas como lo hace el IVA), la recuperación de lo pagado a quien no lo necesita sería automática, no habría selección arbitraria de beneficiarios y los intermediarios inevitablemente desaparecerían. Ésta última es seguramente para algunos una poderosa razón para la no discusión de la propuesta. Sólo llegan al conocimiento público las violaciones flagrantes del pacto tácito de ayuda mutua de la relación de clientela, como cuando algún puntero o politicucho menor se queda con la mayoría o la totalidad de la ayuda pagada por la comunidad a través de los impuestos, típicamente útiles escolares, comida envasada, vestimenta, colchones, chapas. Se desconoce la fracción que regularmente es retenida por los intermediarios en lo que ellos rotulan como legítima comisión por servicios prestados más allá de la línea del deber, pero no es exagerado estimar que no menos de la mitad de la inversión inicial desaparece en su tránsito por los sinuosos caminos de la corrupción. Mecanismos arbitrarios de selección y asignación como éste son causa —sino segura, muy probable— de corrupción para sus dadores y para sus receptores. El mecanismo usualmente tácito (es una frecuente excepción la firma de afiliaciones partidarias) es que el receptor de la ayuda ayude a su vez al referente barrial o político a reafirmar su estatus en la organización clientelar, típicamente mediante la concurrencia y la manifestación de aprobaciones y agradecimientos en los actos, mitines o comilonas que como guirnaldas adornan las campañas electorales. Además, la falta de concurrencia sin causa bien justificada sería seguro motivo de suspensión de la ayuda. Es así que la mayoría de los asistentes pobres (como bien sabe quien ha estado en ellos) no asisten por convicción o vocación, sino por el compromiso clientelar o los beneficios inmediatos del paseo, la comida, la bebida y, excepcionalmente, las drogas (si no lo creen lean, por ejemplo, el trabajo de Javier Auyero “Clientelismo político”, o mejor, concurran a alguno de esos eventos, apropiadamente caracterizados). Los políticos tienen la fuerte pero discutible convicción de que con esos mecanismos discrecionales de distribución de beneficios se obtienen votos. Es probable pero no seguro, ya que en el presunto secreto del cuarto oscuro cada cual puede hacer lo que mejor le plazca. Lo más probable es que se respete el pacto tácito, ya que la mayoría sentiría como degradación moral no devolver el favor recibido: “hoy por mí, mañana por ti”. Paradójicamente, y ésta es parte importante de la intrínseca maldad del sistema, se sentiría corrupto el beneficiario que no avalara activamente a su “benefactor” aunque le constara su deshonestidad. El clientelismo político no promueve la justicia social sino la perduración de prácticas sectarias (por no decir facciosas o mafiosas) que han caracterizado la cultura de estas tierras desde la época colonial (ver, por ejemplo, Eduardo Saguier, “Un debate histórico inconcluso en la América Latina (1600-2000). Cuatro siglos de lucha en el espacio colonial rioplatense y en la Argentina moderna y contemporánea”). Estas prácticas no afectan exclusivamente a los más pobres, están imbricadas en toda la estructura social argentina, aún en las supuestamente impolutas escuelas, universidades y centros de investigación (como detalladamente analiza Saguier). El clientelismo es una de las caras más visibles, pero no la única, de las inmorales prácticas políticas argentinas. No es la causa, es una consecuencia de la generalizada creencia de que no valen las capacidades que tiene o los comportamientos que tuvo alguien respecto de los demás, sino el valor práctico que esa persona tiene para uno mismo. En esta concepción utilitaria de las personas, las ajenas al grupo de los considerados como pares (característica de los sistemas sectarios) no valen como fines en sí mismas (como lúcidamente prescribiera Kant), sino sólo como medios para la consecución de los fines propios. Su consecuencia inevitable es la supervivencia de los más fuertes, la profundización de la desigualdad. La justicia social sólo puede alcanzarse cuando se valora al otro (pertenezca o no al grupo selecto) como potencialmente igual a uno, aunque tal vez desfavorecido por la suerte. En esta concepción nuestro linaje, bienes, poder y destrezas deben ser fuente de agradecimiento hacia quienes los hicieron posibles, pero también de responsabilidad indeclinable hacia los que no fueron tan favorecidos como uno. El sistema de valores predominante no es sólo una característica más de una cultura, es la determinante del futuro de la mayoría de sus integrantes.

Fuentes

  • Kahler, Eric; Historia universal del hombre; Edit. Fondo de Cultura Económica; México; ; p. .

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